VUELO

9:36 a.m. 4 Comments

Yo, que voy saltando sobre tonterías, sobre malos placeres, sobre amigos cansados de serlo, sobre chocolate caliente, sobre películas mal pirateadas de luca china; yo he descubierto que puedo volar. Camino lento sobre la facultad. Gente desconocida habla muy alto mientras levito camino a clase. Los lunares pardos me tienen volanto; recuerdo la forma de cada uno y recuerdo la ruta que marque entre ellos, avanza el índice derecho sobre su piel.
Es cierto que existe una gran melancolía en mis palabras, pero es un estado efímero que no puedo representar en mis modos, en mis gestos, en mis acciones. Sólo salto sobre tu cama, me elevo sobre ti y te siento completo. Cada vez puede ser la última y tengo que recordarte. Y la sensacion al recordar quiebra mi estabilidad al andar, por eso vuelo ahora sobre la facultad.

EN LOS INTENTOS DE ENCONTRAR A DIANA

2:24 p.m. 0 Comments

  • Diana después de su baño. Francois Boucher, 1742

Esa, la de la izquierda, soy yo, Diana Lucrecia. Sí, yo, la diosa del roble y de los bosques, de la fertilidad y de los partos, la diosa de la caza. Los griegos me llaman Artemisa. Estoy emparentada con la Luna y Apolo es mi hermano. Entre mis adora­dores abundan las mujeres y los plebeyos.

Hay templos en mi honor desparramados por todas las selvas del Imperio. A mi de­recha, inclinada, mirándome el pie, está Jus­tiniana, tiniana, mi favorita. Acabamos de bañarnos y vamos a hacer el amor.

La liebre, las perdices y faisanes los cacé este amanecer, con las flechas que, retiradas de las presas y limpiadas por Justiniana, han vuelto a su aljaba. Los sabuesos son deco­rativos; rara vez me sirvo de ellos cuando salgo de cacería. Nunca, en todo caso, para cobrar piezas delicadas como las de hoy porque sus fauces las majan hasta volverlas incomestibles. Esta noche nos comeremos estos animales de carne tierna y sabrosa, sazonados con especias exóticas y bebiendo el vino de Capua hasta caer rendidas. Yo sé gozar. Es una aptitud que he ido perfeccio­nando sin descanso, a lo largo del tiempo y de la historia, y afirmo sin arrogancia que he alcanzado en este dominio la sabiduría. Quiero decir: el arte de libar el néctar del placer de todos los frutos –aun los podri­dos– de la vida.

El personaje principal no está en el cua­dro. Mejor dicho, no se le ve. Anda por allí detrás, oculto en la arboleda, espiándonos. Con sus bellos ojos color de amanecer me­ridional muy abiertos y la redonda faz aca­lorada por el ansia, allí estará, acuclillado y en trance, adorándome. Con sus bucles ru­bios enredados en la enramada y su pequeño miembro de tez pálida enhiesto como un pendón, sorbiéndonos y devorándonos con su fantasía de infante puro, allí estará. Sa­berlo nos regocija y añade malicia a nuestros juegos. No es dios ni animalillo, sino de especie humana. Cuida cabras y toca el pí­fano. Lo llaman Foncín. Justiniana lo descubrió, en los idus de agosto, cuando yo seguía la huella de un ciervo por el bosque. El pastorcillo me iba siguiendo, embobado, tropezándose, sin apartar los ojos de mí ni un instante. Mi favorita dice que cuando me vió, empinada.

–un rayo de sol encendiendo mis cabe­llos y enfureciendo mis pupilas, todos los músculos de mi cuerpo tirantes para dispa­rar la flecha– el chiquillo rompió a llorar. Ella se acercó a consolarlo y entonces ad­virtió que el niño lloraba de felicidad.

«No sé qué me pasa», le confesó, sus mejillas arrasadas por las lágrimas, «pero cada vez que la señora aparece en el bosque las hojas de los árboles se vuelven luceros y todas las flores se ponen a cantar. Un espíritu ardiente se mete dentro de mí y caldea mi sangre. La veo y es como si, quieto en el suelo, me volviera pájaro y echara a volar».

«La forma de tu cuerpo ha inspirado, precozmente, a sus pocos años el lenguaje del amor», filosofó Justiniana, después de referirme el episodio. «Tu belleza lo embe­lesa, como el cascabel al colibrí. Compadé­cete de él, Diana Lucrecia. ¿Por qué no jugamos con el niño pastor? Divirtiéndolo, también nos divertiremos nosotras».

Así ha sido. Gozadora innata, igual que yo y, acaso, más que yo, Justiniana nunca se equivoca en asuntos que conciernen al placer. Es lo que más me gusta de ella, más aún que sus caderas frondosas o el sedoso vello de su pubis de cosquilleo tan grato al paladar: su fantasía rápida y su instinto certero para reconocer, entre los tumultos de este mundo, las fuentes del entretenimiento y el placer.

Desde entonces jugamos con él y, aun­que ha pasado bastante tiempo, el juego es tan ameno que no nos aburre. Cada día nos distrae más que el anterior, añadiendo no­vedad y buen humor a la existencia.

A sus encantos físicos, de diosecillo viril, Foncín suma también el espiritual de la ti­midez. Los dos o tres intentos que he hecho de acercarme a él para hablarle han sido vanos. Palidece y, cervatillo arisco, echa a correr hasta desdibujarse en el ramaje como por arte de nigromancia. A Justiniana le ha murmurado que la sola idea, ya no de to­carme, sino de estar cerca de mí, de que lo mire a los ojos y le hable, lo aturde y aniquila. «Una señora así es intocable», le ha dicho. «Sé que si me acerco a ella, su belleza me quemará como a la mariposa el sol de Libia».

Por eso jugamos nuestros juegos a escon­didas. Cada vez uno distinto, simulacro que se parece a aquellos números de teatro en que los dioses y los hombres se mezclan para sufrir y entrematarse que gustan tanto a los griegos, esos sentimentales. Justiniana, fin­giendo ser su cómplice y no la mía –en verdad, la astuta lo es de ambos y sobre todo de sí misma–, instala al pastorcillo en un roquedal, junto a la gruta donde pasaré la noche. Y entonces, a la luz de la fogata de lenguas rojizas, me desnuda y unta mi cuerpo con la miel de las dulces abejas de Sicilia. Es una receta lacedemonia para con­servar el cuerpo terso y lustroso y que, además, excita. Mientras ella se agazapa sobre mí, frota mis miembros, los mueve y los expone a la curiosidad de mi casto ad­mirador, yo entrecierro los ojos. A la vez que desciendo por el túnel de la sensación y vibro en pequeños espasmos deleitosos, adivino a Foncín. Más: lo veo, lo huelo, lo acariño, lo aprieto y lo desaparezco dentro de mí, sin necesidad de tocarlo. Aumenta mi éxtasis saber que mientras gozo bajo las diligentes manos de mi favorita, él goza también, a mi compás, conmigo. Su cuerpe­cito inocente, abrillantado de sudor mien­tras me mira y se solaza mirándome, pone una nota de ternura que matiza y endulza mi placer.

Así, escondido de mí por Justiniana entre las frondas del bosque, el pequeño pastor me ha visto dormir y despertarme, lanzar la jabalina y el dardo, vestirme y desvestirme. Me ha visto acuclillarme sobre dos piedras y orinar mi orina rubia en un arroyuelo transparente en el que, aguas abajo, él se precipitará luego a beber. Me ha visto de­capitar gansos y desventrar palomas para ofrecer su sangre a los dioses y averiguar en sus vísceras las incógnitas del porvenir. Me ha visto acariciarme y saciarme yo misma y acariciar y saciar a mi favorita, y nos ha visto a Justiniana y a mí, sumergidas en la corriente, bebiendo el agua cristalina de la cascada cada una en la boca de la otra, saboreando nuestras salivas, nuestros jugos y nuestro sudor. No hay ejercicio o función, desenfreno y ritual del cuerpo o del alma que no hayamos representado para él, pri­vilegiado propietario de nuestra intimidad desde sus escondrijos itinerantes. Él es nues­tro bufón; pero también es nuestro dueño. Nos sirve y lo servimos. Sin habernos tocado ni cruzado palabra, nos hemos hecho gozar innumerables veces y no es injusto decir que, pese al insalvable abismo que nuestras dis­tintas naturalezas y edades abren entre él y yo, estamos más unidos que la más apasio­nada pareja de amantes.

Ahora, en este mismo instante, Justi­niana y yo vamos a actuar para él y Fon­cín, simplemente permaneciendo allí, detrás, entre el muro de piedra y la arboleda, ac­tuará también para nosotras.

En breve, esta eterna inmovilidad se ani­mará y será tiempo, historia. Ladrarán los sabuesos, trinará el bosque, el agua del río discurrirá cantando entre la grava y los juncos y las coposas nubes viajarán hacia el Oriente, impulsadas por el mismo vientecillo juguetón que removerá los rizos alegres de mi favorita. Ella se moverá, se inclinará y su boquita de labios bermejos besará mi pie y chupará cada uno de mis dedos como se chupa la lima y el limón en las calentu­rientas tardes del estío. Pronto estaremos entreveradas, retozando en la seda sibilan­te de la manta azul, absortas en la embria­guez de la que brota la vida. A nuestro alrededor, los sabuesos merodearán echán­donos el vaho de sus fauces ansiosas y acaso nos lamerán, excitados. El bosque nos oirá suspirar, desmayándonos, y, de repente, gri­tar heridas de muerte. Un instante después nos escuchará reír y chacotear. Y nos verá irnos adormeciendo en un sueño apacible todavía sin desenredarnos.

Es muy posible entonces que, al vernos prisioneras del dios Hipnos, tomando infi­nitas precauciones para no recordarnos con el tenue rumor de sus pisadas, el testigo de nuestros disfuerzos abandone su refugio y venga a contemplarnos desde la orilla de la manta azul.

Allí estará él y ahí nosotras, inmóviles otra vez, en otro instante eterno. Foncín, lívida la frente y las mejillas sonrosadas, sus ojos abiertos con asombro y gratitud, un hilillo de saliva colgando de su boca tierna. Nosotras, mezcladas y perfectas, respirando a la par, con la expresión colmada de las que saben ser felices. Allí estaremos los tres, quietos, pacientes, esperando al artista del futuro que, azuzado por el deseo, nos apri­sione en sueños y, llevándonos a la tela con su pincel, crea que nos inventa.

  • ELOGIO DE LA MADRASTRA. MVLL. 1988

INTOXICADA

4:44 p.m. 0 Comments

PASO POR LA ESQUINA MEADA DE QUILCA CON CAMANA BUSCANDO UNA CASUALIDAD. PASO BUSCANDO VERTE E INTOXICARME EN TI. GENERAR LA OPORTUNIDAD DE VERTE SE HA VUELTO UN AFAN AZAROSO. QUIERO INTOXICARME EN TI. CIRO ME PREGUNTA CASI A DIARIO SI ME QUEDARE POR UNA CHELA, AUNQUE SABE QUE SOLO PASO A PREGUNTARTE. ME BASTA UN VASO CON AGUA Y UN CIGARRO. NO ENTIENDO MI REFLEJO AL ENTRAR AL BAÑO. NUEVAMENTE SIENTO EL RUBOR DE TU INTOXICACION EN EL ROSTRO. CORRE EL AGUA, HUMEDEZCO MI LABIOS Y EL VACIO VUELVE A MI PECHO. NUEVAMENTE, LE DIGO CHAU A CIRO Y RECIBO LA MIRADA APENADA DE CHARO. PIENSA EN EL DESPERDICIO QUE SE HA VUELTO MI TIEMPO AL SALIR DEL TRABAJO. SABEN QUE MAÑANA O PASADO VOLVERE POR LA MISMA ESQUINA MEADA DE QUILCA CON CAMANA BUSCANDOTE, FINGIENDO CASUALIDAD.

CASTIGADA!

4:56 p.m. 0 Comments

REPETIR 50 VECES: NO DEBO LLAMAR AL PEDANTE DE MI EX
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  • NO DEBO LLAMAR AL PEDANTE DE MI EX (51, PARA QUE NO SE VUELVA A REPETIR)