Diario de confinamiento

4:55 p.m.

Hace una semana anunciaron al rebrote y nos hemos vuelto locos porque era la opción que siempre evitamos en nuestras conversaciones. He pensado, desde que empecé a sentirme parte de la ciudad, en lo divertido que sería tener una vida aquí, mientras me acomodaba sobre el año sabático que aún me protege. Volver a Lima dejó de ser una opción desde que cerraron los aeropuertos. Esta pandemia me dejó, físicamente, fuera de la vida de mis padres y de mi vida previa. Así que no tengo opciones. No hay más que procurarme viva y confinarme hasta que logren dominar el virus.
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Han pasado seis meses y lo único que hago bien es dormir. Duermo siempre, como si quisiera descansar la vida entera. Cuando despierto, independientemente de la hora, preparo un café y recaliento la pizza. Luego fumo un poco para ocupar la mente y llamo a mis padres. Están bien y han aprendido a comprarlo todo por internet. Me doy una ducha y reviso correos. Vuelvo a la cama. Despierto. Bebo café. Fumo. Trabajo. Ahora diseño escaparates virtuales de tiendas de ropa. Me parece increíble que la gente compre ropa aún. Yo tengo dos meses comprando batas de colores. No necesito más que una bata para cubrirme si tengo frío o si llega alguien a casa. He donado el 70% de mi ropa, pero aún me cuesta resolver lo de los zapatos. Mi vida en zapatos. Llegué a esta ciudad con doce pares y ahora tengo más de treinta. Que bueno que no necesito decidirlo hoy.
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Ayer salí a comprar a una tienda nueva de alimentos orgánicos que no hace entrega a domicilio. Tengo miedo de salir de casa. El corazón me late muy fuerte y se me confunde la adrenalina y el peso de los diez kilos que subí este último año. El Parque de La Ciudadela parece una selva en miniatura. Me senté en una banqueta para mirarlo de lejos y un policía me recordó que no están permitidas las salidas recreativas. Entonces empecé a caminar por Wellington, crucé frente a la tienda y seguí caminando a Barceloneta. Y seguí caminando hacia el mar. Pisé la arena y me zambullí en el mar. El mar y yo. El mar conmigo. Me pusieron una multa. Empecé a cocinar nuevamente.
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Mi casero me ofreció el departamento a buen precio. Ahora que es mío puedo tirar las paredes. Le envié los planos a mi hermana y planeamos las reformas. Parece que pasarán unos meses antes de tener todas las certificaciones de obra. Mi cuerpo no soporta las paredes y estoy viviendo únicamente en el salón. Compré una tina portable por ali express que llega en dos semanas. Necesito sumergirme y tapar mis oídos con el silencio del agua. Abrir los ojos y ver la luz desdibujada. Sentir la contracción de mi cuerpo sin respirar, envuelto en aquella densidad que me permite conocer mi torrente sanguíneo. Hace tantos años que no tengo un descanso tan placentero como aquel que experimento al salir del mar. Quisiera ser un pez.
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Terminaron las obras. Ahora tengo hasta un huerto en mi terraza trasera. Giro sobre el mismo sitio como cuando era niña y estoy tan feliz de poder ver todos los rincones de mi casa en una sola vuelta. No hay muros y mi cuerpo se ha vuelto mas plástico. Hay nuevas vidas en mi vida con el jardín de flores, brotes y hortalizas que ingresa al salón. Mi nueva ventana es una pirámide de vidrio que cubre la que antes fue una terraza abierta. Brilla, y brilla tan lindo, y brillamos juntos a pesar de entender que esta alegría es sólo un placebo. No puede existir felicidad sin libertad. Esta es ahora una hermosa cárcel.
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Soy un pez y vivo en una pecera. Cuando comentaba que mi ultima gran inversión fue una pecera, todos imaginaban dos pececitos nadando asustados. Pero durante este tiempo he desarrollado empatía por cualquier forma de vida. La pecera es para mi. Tiene tres metros de diámetro, dos y medio de alto y quedó perfectamente instalada en el centro de la casa. Su transparencia suple mi necesidad de nadar. Han pasado cinco años desde que empezó el confinamiento y tres desde que quebré la ley de la ¨nueva vida” al sumergirme en el mar.
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Mi huerto de raíces va tan bien que mis vecinos me alientan desde sus ventanas. Estoy produciendo tan parejo que hemos instalado un sistema de poleas que nos permiten hacer intercambio de productos y tres vecinos de mi edificio vienen a casa durante la semana a hacer experimentos con los brotes del jardín invernadero. Siento que mi celda está entretenida y los presos de los otros pabellones encuentran diversión aquí. Hemos planeado una fiesta sin tapabocas para demostrar que somos unos verdaderos criminales.
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Necesito un cuerpo junto al mío. Desde que el vecino del 304 me abrazó al despedirse mi cuerpo no se satisface conmigo misma. Él me llama Diana. Y cuando me llama por mi nombre me hace recordar que soy una mujer de cuarenta y dos años con un satisfayer pro2 y sexteo ocasional. Me imagino pidiéndole un abrazo de 5 minutos la próxima vez que quiera jugar con los brotes de mi jardín.
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Tengo un compañero y envidio su libertad. Vive aquí pero no lo asume. Sale temprano a volar sobre la ciudad y luego viene cargado de historias a alegrarme el día. No sé se donde salió, seguramente se escapó del zoo. Seguramente, me mira y lamenta mi cautiverio. Pero se posa sobre la superficie del agua de mi pecera y me canta gorgoritos mientras estoy sumergida.
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Decidimos arriesgarnos un poco y salir de la finca para caminar hacia lugares donde tenemos prohibido habitar. La acción tenia un propósito que nos dotaba de valor: un gabinete de materialidad para Bruno, el nuevo hijo de 2 años de Alex y Max, los chicos del 507. Teníamos tantas cosas que contarle sobre la vida antes de la pandemia que necesitábamos obsequiarle la textura y el olor de nuestros recuerdos.
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Tengo mucho cabello blanco y ha crecido tanto que llega a mis caderas. Esto no es más que una demostración de supervivencia en estos diez años de aislamiento en el que le resté importancia. Sin las cremas para rizos y los aceites naturales, decidió florecer blanco, gris y plata. Al inicio, era fácil recogerlo con una cinta, pero luego su volumen aumentó tanto que una trenza era la mejor forma de sostenerlo. Empecé a soltarlo en la pecera para disfrutarlo. Allí aprendió a moverse con independencia a mi voluntad. Cada día se hace más fácil trenzarlo. Mis dedos se moven como palitos de tejer y las trenzas iban logrando formas inusuales, como si de enmarcar mi cara se tratará. Siempre un marco nuevo para un día nuevo de exhibición.
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Hay algo en el psicoanálisis que te ayuda a seguir. Tu cabeza no para de pensar pero el racionalizarlo todo no le da chance a la emotividad. El confinamiento se acabó y he volado a ver a mis padres. He vuelto a llorar.